martes, 7 de octubre de 2014

La culpa (Laura Gallo)


La culpa.
Ave de rapiña,
la única que no espera
a la muerte para
sentir la podredumbre,
sino que la inventa
y da
el mordisco
donde duela,
donde deje de sentir la vida.
Mordisco, picotazo,
gangrena
que contagia a todo
el cuerpo
con su estúpida
persistencia
de ave tonta.
Repite, repite
y queda.
El fascismo interior.
Todo lo prohíbe,
todo lo juzga,
todo lo marca
y lo ya culminado
es su mejor blanco:
tierno pichón
al acecho de la hiena.
Culpa milenaria,
poder de necios,
vigía sádica de la torre
sobre el corazón
palpitante,
intentando huir inocentemente
con su latidos taquicárdicos.
Es la lucha del útero,
es una batalla final que,
sin embargo,
se gana sólo si se abandona:
sale floresciente el cuerpo deseante
al negarse a luchar.
Mientras, la reina cruel
es esa maza que golpea justo en el hígado
y la bilis sale a las uñas:
doble mensaje muscular,
contra
actura.
¡Acción!
Y la escena sucede sin movimiento,
y sólo queda el pánico pululando
como una mosca en una estatua insulsa.
Es la habitación del miedo,
la peor estancia humana,
que va marchitando, descomponiendo
los ojos,
los oídos,
la piel,
el sexo
hasta que ya no se siente.
Va pudriendo
la boca,
la lengua,
la laringe,
los pulmones,
hasta que ya no se dice
ni se grita,
ni se gime,
ni se llora,
ni se ríe,
ni se increpa.
Tundra del alma,
un hielo,
una coraza,
un infierno,
enfermedad mental,
disociación social,
hipocrecía,
desamor,
displacer,
destrucción.
La culpa.

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