La culpa.
Ave de rapiña,
la única que no espera
a la muerte para
sentir la podredumbre,
sino que la inventa
y da
el mordisco
donde duela,
donde deje de sentir la
vida.
Mordisco, picotazo,
gangrena
que contagia a todo
el cuerpo 
con su estúpida
persistencia
de ave tonta.
Repite, repite
y queda.
El fascismo interior.
Todo lo prohíbe,
todo lo juzga,
todo lo marca
y lo ya culminado
es su mejor blanco:
tierno pichón
al acecho de la hiena.
Culpa milenaria,
poder de necios,
vigía sádica de la
torre
sobre el corazón
palpitante,
intentando huir
inocentemente
con su latidos
taquicárdicos.
Es la lucha del útero,
es una batalla final
que,
sin embargo,
se gana sólo si se
abandona: 
sale floresciente el
cuerpo deseante
al negarse a luchar.
Mientras, la reina
cruel
es esa maza que golpea
justo en el hígado
y la bilis sale a las
uñas:
doble mensaje muscular,
contra 
actura.
¡Acción!
Y la escena sucede sin
movimiento,
y sólo queda el pánico
pululando
como una mosca en una
estatua insulsa.
Es la habitación del
miedo,
la peor estancia
humana,
que va marchitando,
descomponiendo
los ojos,
los oídos,
la piel,
el sexo
hasta que ya no se
siente. 
Va pudriendo 
la boca, 
la lengua, 
la laringe,
los pulmones,
hasta que ya no se dice
ni se grita,
ni se gime, 
ni se llora,
ni se ríe,
ni se increpa.
Tundra del alma,
un hielo,
una coraza,
un infierno,
enfermedad mental,
disociación social,
hipocrecía,
desamor,
displacer,
destrucción. 
La culpa.
 
 
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